—Y digo yo... ¿por qué no te cebás unos mates? —dijo Alberto, mientras se limpiaba las manos engrasadas en el pantalón. Eran las diez y había estado en el taller desde temprano ese día. Nunca fue muy amante de las mañanas o de trabajar los domingos, pero no había dormido muy profundo: le preocupaba el motor de un Falcon.
No me dejó contestarle, fue directo a pedirle a Susana que ponga la pava. Después se lavó las manos con Allemandi y se sentó conmigo a descansar un poco.
Alberto era un tipo alegre, pero explosivo. Podía pasar de hacer un chiste a enojarse con una bomba de agua de un minuto al otro. Siempre había sido cuidadoso para decir las cosas, no era de esos que te hieren con sus opiniones, sino más bien de los que te inclinan la cabeza y te dicen las cosas mirando para el costado, pero últimamente estaba harto de todo. Ese Falcon lo tenía mal, y para colmo el país, que andaba a los tumbos...
—¿Qué te anda pasando, Beto? Te veo un poco nervioso —le dije, como para que se descargue un poco.
—Me tiene loco ese Falcon, no lo puedo hacer arrancar —me dice, con la mirada perdida en un punto alejado del patio de su casa.
—Pero Betito, me extraña... ¡si vos tenés las manos mágicas! ¿Cómo puede ser que no puedas arrancar esa catramina? ¿Es porque es un Ford? —Y me reí, intentando que el descargo tome otro giro y sea más beneficioso para él.
—No es culpa del Falcon —de Chevrolet a muerte, pero nunca insultaba a la competencia—, ¡es culpa del dueño! No quiere gastar en repuestos y quiere que yo ate todo con alambre ¡y lo saque andando! Después se le rompe a la semana y yo quedo como un tránfuga...
Alberto tenía razón, pero a mí no se me ocurría decirle otra cosa más que “y sí, tenés razón”, y eso no iba a ayudar en nada, así que seguí intentando hacerlo reír.
—Y viste, Betito, no todos tienen los dólares en el banco que tenemos nosotros, ni el quincho con pileta, ni el hijo doctor —Y me volví a reír, a ver si esta vez aflojaba y arrancábamos con otro tema que beneficie más nuestra salud mental. Había leído por ahí que no era bueno quejarse de todo, que más bien había que aprender a encontrar lo bueno de cada tragedia. Vaya uno a saber dónde, pero lo leí.
Un poco se rio, apenas, pero se rio. Entonces, antes de que volviera a quejarse, quise ponerme de su lado de la manera más realista posible. A la verdad no le gana nada y uno a veces se olvida de su verdad, porque todo lo que te rodea de asfixia y te confunde hasta el punto de creer de vos lo que los demás creen de vos.
—No te preocupes mucho, Betito, que en el pueblo se sabe quién es él y quién sos vos. Nadie va a creer que hiciste un mal trabajo. El agarrado es él, y si vuelve a la semana con la catramina fundida, le tirás un precio exagerado y te lo sacás de encima para siempre. ¡Que se vaya a otro lado, a ver cuánto le cobran!
Alberto abrió los ojos un poco más y levantó la frente.
—Tenés razón... pero yo no puedo entregar este auto así. ¡Tiene que arrancar! —En eso nos parecíamos mucho, no nos rendíamos muy fácil.
Agarró el termo que Susana recién había traído, el mate, la azucarera, y nos fuimos de vuelta a renegar con el Falcon.
Yo cebé mates como me había pedido, y traté de hablarle de otras cosas mientras trabajaba, para que se relaje y le surjan ideas para emparchar ese motor maldito.
Al cabo de un rato noté que se había entusiasmado y lo estaba desarmando todo. Pistones, válvulas, tornillitos, arandelas, pedazos de junta que arrancaba con bronca, todo estaba en el piso, rodeándolo.
—¿Te das cuenta? ¡Mirá cómo está el carburador! ¡Mirá la mugre que tiene esto! —Yo mucho no entendía de mecánica, pero sabía que la limpieza del motor era importante, y le tiré la idea de limpiarlo un poco, una lavada de cara, como para colaborar—. Ah, ¿viste? Ya estás aprendiendo un poco de tanto venir —me dijo.
En la entrada del taller tenía una mesita para lavar piezas con nafta. Tenía la pistola, un par de cepillos de acero, una pileta improvisada y más oxígeno que adentro del taller. Cuando usaba la pistola, la nafta flotaba etérea por el patio hasta posarse en lo primero que encontraba, que solían ser las hojas del ligustro que separaba el patio del taller del baldío de al lado, pero a veces también la ligaba el cebador de mates y, por supuesto, su uniforme azul, que más que azul ya era negro de tanto aceite quemado que acumulaba.
Lavó el carburador, los aros, los pistones, más tarde el cárter y no sé qué otras cosas más. Lavó todo lo que pudo, de impotencia nomás, hasta empezar a tener un poquito de esperanza.
Cuando nos dimos cuenta, llevábamos ya un par de horitas sin sol. Hay que bancarse la nafta helada en las manos a mediados de mayo...
Yo ya me tenía que ir a cenar con mi mujer, había desaparecido todo el domingo, no sabía con qué me iba a salir la bruja cuando llegara. Pero me daba cosa dejarlo solo a Betito, en el silencio del taller, con las manos heladas y cuarteadas por la nafta.
En eso aparece Susana, con las dos nenas prendidas de la pollera, para decirle a Alberto que “si no iba a comer se le iba a enfriar todo” y que “ella no se iba a poner a calentarle la comida a las dos de la mañana”.
Así como vino se fue, rapidito y rezongando por lo bajo, con las dos indias que no la dejaban sola ni un minuto. Ni lo dejó contestarle, como me iba a pasar a mí con mi mujer si no me volvía rápido a casa.
—Bua... voy a tener que armarlo mañana. Y si no arranca con esto, mirá... —¡Y ya se estaba enojando de vuelta!
Iba a intentar sacarle otra sonrisa antes de irme, pero no hay caso: cuando uno es explosivo, no hay chiste ni mateada que te agote las bujías.
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