El umbral

 



En todo pueblo hay historias de terror: casonas viejas donde se oyen cadenas arrastrarse, mujeres vestidas de novia que exigen un esposo en la eternidad, madres desesperadas que aún muertas siguen buscando a sus hijos…
En pueblos como el mío las noches son tétricas por naturaleza. Se puede oír una rama romperse a dos cuadras por el vasto silencio que domina sus calles, siempre hay un búho o un murciélago dispuestos a darte un buen susto, y una luz parpadeante o rota, especial para que te imagines cualquier cosa saliendo de algún arbusto bajo el cono de sombra. En cualquier noche de otoño, la neblina te impedirá ver algo más allá de cincuenta metros; y cuando comience a amanecer, podrás oír el rocío posarse sobre la hojarasca, entre otros sonidos que quizás no identifiques.
Aquí, si un perro ladra es porque “algo vio”, pero puedo asegurarte que si ves para donde ellos miran no encontrarás nada. Los que no creen (o quizás los que se convencen de no hacerlo por no mostrar su miedo) dirán que le ladran a algún bicho. Un cuis, una comadreja, que convenientemente “ya se ha ido” aunque el perro continúe ladrando por varios minutos.
¿Alguna vez has jugado al juego de la copa? Yo jamás quise participar, pero ese tipo de actividades (aunque no realizadas de una forma seria) son comunes entre la juventud en pueblos como este. Las noches se prestan con esa quietud perturbadora, y nadie quiere regresar a su casa solo después. Se busca reírse del otro, asustarlo, la mayoría no cree y también se ríe de su propia sugestión. El dueño de casa se va a dormir tranquilo a pesar de haber dejado caer la copa a propósito para crear más pánico.


Ya no recuerdo la primera vez que vi a la sombra, pero sí sé que todo cambió desde ese día. Como muchos, antes de eso tenía las dudas normales, las que tiene todo el mundo. No creía ni dejaba de creer, pero respetaba, por eso no participaba de esas actividades ni me sumaba a ninguna excursión nocturna al cementerio o a casas abandonadas. Sin embargo, era muy fan de las películas y los libros de terror. De hecho, no me interesaba ningún otro género. Supongo que tenía claro el límite entre la realidad y la ficción, hasta que el terror se pasó a este plano y me tocó ser la protagonista.


Allá por el 2001 o 2002 (si no me fallan las cuentas) tenía la costumbre de quedarme viendo televisión hasta tarde en el comedor, aprovechando que todos dormían. Por ese entonces estaba saliendo con un chico de otra ciudad al que veía los fines de semana. Cuando él venía a verme, el bus lo dejaba en la entrada del pueblo, en plena ruta, y debía caminar dos kilómetros de acceso hasta llegar a la zona urbana.
Usualmente yo iba a buscarlo, los sábados de mañana, en la bicicleta de una amiga, y también lo acompañaba cuando se iba, los domingos a la noche. Imaginen, si el pueblo es como les conté antes, lo que es un acceso de dos kilómetros rodeado solo de campo, cunetas algo descuidadas con pastizales altos, y de yapa, a mitad de camino, una de esas viejas casonas abandonadas con varias historias a cuestas.
Durante el día, el acceso al pueblo es muy transitado. La gente suele ir a caminar, a pasear a sus mascotas, y es común cruzarse al menos unos seis o siete vehículos en el tiempo que te lleva llegar hasta la ruta y regresar a la zona urbana. Pero en la noche todo es diferente. Aquí la noche es para dormir, y es muy raro ver a alguien en la calle después de las once o, más tardar, las doce. De madrugada, solo algún adolescente corta el silencio con su motocicleta o algún grupito se ríe fuerte molestando a los vecinos. Pero el acceso está vacío. Solo el sonido de algún camión pasando por la ruta, si es que la dirección del viento ayuda, perturba su sepulcral calma.
Recuerdo que la sombra solía aparecer siempre a 45° a la derecha o izquierda de mi vista. Si giraba a verla, desaparecía. Era, por describirla de una forma simple, como una silueta de un hombre calvo con una capa cubriendo todo su cuerpo. Lisa, sin detalles. Siempre inmóvil, solo observándome. De reojo, me parecía notar que su cabeza se inclinaba levemente hacia adelante, como si su espalda estuviera encorvada y sus hombros un poco levantados, pero nunca lo pude corroborar.
Al principio no dije nada, no me creerían. Pero con el correr de los días sucedieron otras cosas y empecé a asustarme de verdad.
En una de mis visitas al departamento del que era mi novio, viví una experiencia espantosa. Tal como se ve en las películas, me tocó oír cajones cerrarse con fuerza, sillas moviéndose, y placares abriéndose y cerrándose. Él decía que era normal, que no me preocupara. Pero a pesar de que él estuviera acostumbrado porque “habían hecho de todo y nunca habían podido sacarlo”, yo me negué a dormir esa noche. Recuerdo que le pedí irnos a otra habitación más pequeña, así tuviera que dormir en el baño, para sentirme más segura.
Al final del pasillo había un cuarto de no más de dos por tres metros donde usualmente dormía su hermano. Tenía una cama de una plaza, un pequeño escritorio y una biblioteca. Un ventiluz era la única conexión con el mundo, y la puerta tenía llave. Apenas había lugar para moverse y nadie con un mínimo de claustrofobia podría estar mucho tiempo allí. Pero solo así pude dormir tranquila. Ahora que lo pienso, supongo que a ese suceso le debo mi manía de no dejar un rincón vacío en mi casa.
Después de enterarme de que él podría creerme cuando le contara sobre mi sombra, me animé a decírselo. Me aconsejó que cuando la viera le preguntara qué quería. Por supuesto, le dije que estaba loco y no le hice caso.
Pero a pesar de creer que por ignorarla ella se iría, la siguiente semana empeoraron las cosas. Veía sombras de ratas y arañas gigantes pasar raudamente a mi lado, oía a un león o tigre (al menos así sonaba) ronroneando tras la puerta del frente de mi casa a la una de la madrugada, y llegué escuchar a alguien gritar mi nombre en la ventana de mi habitación (alguien que no respondió cuando pregunté quién era). También vi, en el patio de otro sitio que también alberga historias, a un niño rubio y vestido de blanco colgado del cuello en un árbol. Esa noche, recuerdo que su sombra acompañó a mi sombra. Lo reconocí por la silueta de su cabello enrulado y su estatura.
Luego pasó algo más. Algo que fue definitivo.
Mi novio vino a verme ese fin de semana, y el domingo a la noche, al momento de acompañarlo hasta la ruta, no pudimos ir en bicicleta porque llovía un poco. Fuimos a pie, con paraguas, y luego de verlo subir al bus y emprender yo el regreso a casa, me topé con dos perros enormes. Estaba a mitad de camino, a un kilómetro del pueblo, y frente a la vieja casa de las historias. Según el pueblo, el dueño de esa casa (que no la habitaba) era muy celoso de sus posesiones. El alambrado del campo donde estaba el edificio había sido electrificado recientemente, y podía oírse el pulsar de la electricidad en el silencio nocturno. Por si nunca lo han oído, es como un fuerte “tic - tac” rítmico acompañado de un suave zumbido apenas perceptible, como el segundero de un reloj, pero que hiela la sangre. Al oírlo, uno comprende al instante, aún sin saber lo que es, que no debe acercarse.
Lo primero que pensé fue que aquel hombre había puesto perros a cuidar la casa y que estos se habían escapado a pesar del boyero eléctrico. Entré en pánico. Me gustan los perros y suelo tener buena relación con ellos, pero estos no parecían tener ganas de hacer amigos. En ese entonces yo no conocía la raza Rottweiler, por lo que los identifiqué con algo parecido a un Dóberman gordo. Hoy pienso que quizás sí hayan sido dos Rottweilers.
El acceso al pueblo no es recto, tiene dos curvas. Yendo de la ruta a la zona urbana, en la primera curva hay una virgencita con un banco de piedra. Frente a ella, el campo donde está la casa de las historias. En la siguiente curva hay un monolito, y tras él un camino de tierra que, tras otra curva, también conecta con el pueblo. Luego, siguiendo por el acceso, se llega a un anillo que rodea a los silos y la planta cerealera, y que es cortado por las vías por donde aún pasa un viejo tren de carga. Y allí nomás, la calle grande del pueblo.
Decidí sentarme en el banco de piedra, junto a la virgen, a esperar que ellos se acercaran a mí. Quizás así pudiéramos conocernos un poco y podría seguir mi camino sin ser destrozada por sus feroces mandíbulas. El banco estaba mojado, pero no me importó. Si me atacaban, nadie me escucharía ni podría socorrerme.
Casi media hora después, cuando ya comenzaba a desesperarme, los vi alejarse por el camino de tierra tras el monolito. Nunca se acercaron a mí, ni para conocerme ni para atacarme, solo dieron vueltas en círculos, olfateando el camino cada tanto. Esperé un poco más para estar segura de que no volverían, y luego tomé coraje para seguir mi camino.
Poco después de pasar la curva del monolito, al volver la vista atrás los vi salir del campo de la casa de las historias, a través del alambrado electrificado como si este no les hiciera nada. Me miraban fijo y caminaban lento, como al acecho, tras de mí. Esta vez el pánico fue profundo, podía oír mi corazón latir en la profundidad del silencio nocturno. Aún estaba lejos del pueblo y los canes definitivamente no querían una amistad conmigo.
No podía correr, sería peor, debía mantener la calma y seguir caminando. Apretando mi paraguas con fuerza por ambos extremos, pensando en utilizarlo como escudo si hacía falta, a cada rato, sin ser brusca, giraba a verlos. Mantenían el ritmo, como si simplemente estuvieran escoltándome con su fiera actitud, asegurándose de que me alejara. Y en el último giro ya no los vi. Pensé que se habían metido a otro campo o estarían persiguiendo algo en la cuneta, y fue allí que aproveché para acelerar el paso.
Cuando estuve cerca de los silos, comencé a correr. No seguí la ruta del anillo, me metí entre los galpones y corté camino por la estación. Si para ese momento me alcanzaban, ya estaba a pocos metros de las primeras casas y alguien podría ayudarme. Pero nadie me perseguía ya. Así que seguí, algo más tranquila, camino a mi casa.
Toda la semana estuve quejándome y comentándole a mis amigos y familia que tuvieran cuidado con los perros que había en la curva de la virgencita. Me preocupaba la gente que salía a caminar a diario, solas y con sus mascotas. Hasta me di el lujo de decir que el dueño de la casa estaba loco, dejándome llevar por las habladurías sobre él. Decían, por ejemplo, que el boyero lo había puesto una vez que le habían prestado una camioneta, y que al no querer devolverla la guardaba allí para que su dueño no pudiera entrar a llevársela.
Pero todos me respondían que allí no había perros, que nunca los habían visto. Pensé que, tal vez, el dueño había recapacitado y solo los había dejado allí una noche, y lo dejé pasar. Le dije a mi novio que ya no lo acompañaría de noche, que prefería que volviera a su ciudad de día, cuando había más movimiento en el acceso.
Unos días después me dijo que había visto mi sombra y le había preguntado qué quería. Desde ese día yo no volví a verla, supongo que le habrá gustado más estar en aquel departamento endemoniado y el compañerismo de mi novio, y decidió quedarse con él.
Luego las cosas se calmaron, dejé de ver sombras y oír ruidos y voces, y de a poco empecé a sentirme más tranquila. Si él estaba acostumbrado a lidiar con esas cosas, yo no tenía por qué preocuparme tampoco. Estaba incluso feliz de que se las llevara a todas.


Tiempo después, mi prima iba a casarse y nos reuníamos noche a noche en su casa para hacer los souvenirs. Y como siempre sucede en toda reunión nocturna en el pueblo, en algún momento se habla de fantasmas y monstruos. Ya saben, por eso de que luego nadie quiere volver a casa. Por las risas.
Pero esta vez yo no estaba con ganas de oír esas cosas. Ya no solo esquivaba las participaciones, sino que me incomodaba oír a los demás hablando del tema. Después de las experiencias vividas en el último tiempo, ya no lo consideraba una broma. Había empezado a creer y mi respeto se había convertido en miedo.
Intentaba concentrarme en bordar aquellas pequeñas cuentas sobre el souvenir cuando escuché a mi prima decir: “¿Y la viuda blanca, que sale con los perros en la virgencita?”.
Yo siempre había ignorado aquella historia de la viuda blanca, la novia que busca eternamente a su amor, porque también la había oído en otros lugares. Estaba segura de que no era originaria de nuestro pueblo y por eso no me daba miedo aquella casa de las historias frente a la virgencita. Pero era la primera vez que escuchaba la versión de los perros.
Instantáneamente me puse a llorar. Alguien más los había visto y asociado a la leyenda o los asociaron luego porque solo yo los vi, pero lo cierto era que nunca hubo perros allí y yo no los había visto por sugestión, porque ni creía en la viuda ni conocía esa parte de la leyenda. Sin embargo, el miedo que me invadía en ese momento no tenía que ver solo con asumir haber visto algo fuera de este mundo, sino con el hecho de que podría jurar, hasta el día de hoy, que esos perros eran de carne y hueso. Si algo que no debería ser real podía parecerlo tan fielmente, ¿qué tan segura podía estar de que todo lo que tenía en frente estaba realmente ahí?
Durante varios días rocé la locura. A veces me hablaban y no respondía porque no confiaba en que aquella persona estuviera realmente allí. Otras, me quedaba viendo fijo a alguien para ver si podía darme cuenta, de alguna manera, si era real o no. Y no creo en ningún dios, pero llegué a rezar por desesperación.
Por suerte para mí, hay una parte de mi cerebro que se encarga de darme un cachetazo y ponerme en vereda cuando empiezo a desvariar. Y pasado un tiempo me tranquilicé. Nunca volví a ser la misma, pero hoy puedo manejar mis sensaciones de otra manera. Dicen que algunas personas son más sensibles que otras a lo paranormal, y por eso no todo el mundo ve o siente lo que supuestamente no debería estar ahí. Yo solo sé que las películas y libros de terror ya no son mis favoritas, y que si veo o leo algo del género es porque es de día y no estoy sola en casa. Que tengo ocho perros y que son todos reales. Que ya no salgo de noche por el pueblo porque me da taquicardia. Y que tuvieron que pasar muchos años para poder contar esta historia sin que me ganara el llanto, aunque la piel se me siga erizando al recordar.




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