Ultimatum




A don Luis el doctor le prohibió la bebida, terminantemente. Le dijo «Don Luis, no es broma, deje de ser tan egoísta y piense en su familia». Normalmente don Luis no hubiese permitido que un mocoso de cuarenta y tantos le hablara así, pero este mocoso era el marido de su hija, y ya ella lo había amenazado con no llevarle más a los nietos si no empezaba a tratarlo bien.
«¿Egoísta, yo?», había pensado, «Vas a ver cómo te cierro el pico...», pero al final no respondió nada. Solo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se tragó un bufido. La verdad era que no quería dejar su vinito del almuerzo, ni su whiskycito, ni su coñac, ni su Legui, ni su... ¡Pucha! Capaz que era cierto que tomaba mucho.
Llegó a su casa y su gato fue a buscarlo hasta la puerta, se restregó en sus jeans de estreno y maulló una bienvenida. Don Luis se agachó un poco y le acarició la punta de la cola erguida; hasta ahí llegaba. Más tarde seguro él se subiría en su falda, cuando desde el amplio sillón de la sala viera la novela, y ahí sí que lo haría ronronear al muy atorrante.
«¿Querés que me quede un rato, papá?», «No, nena, andá nomás, te veo el domingo», «Papi... no tomes, eh...»
Era temprano para almorzar, pero el paseo hasta el hospital le había dado hambre, así que llamó a Estelita para que le mandara unas empanadas o una porción grande de tarta de verduras, lo que tuviera más a mano. «Don Luis, ¿usted cree que esas cosas se hacen en cinco minutos? Si quiere se lo hago para mañana, pero hoy pídame otra cosa. ¿No quiere pastas, que siempre hay?», y don Luis tenía hambre, así que aceptó. Después preparó la mesa, cortó el pan en rodajas casi idénticas, y fue a la heladera para buscar el vino... «¿Tomo o no tomo? Esa es la cuestión», dijo en voz alta, y se rio, pero en realidad no le hacía mucha gracia. «Tomo hoy, como despedida... ¿Qué hago, Pelusa?», dijo después. Pelusa, el gato, dormía sobre la alfombra que rezaba “Bienvenidos” como cuidando la entrada, pero en sueños. «Bua, a ver, puedo tomar menos y ya está. Dejarlo de a poquito. Así capaz que ni me entero...». Miró unos segundos más la botella recién empezada, como calculando cuánto más le duraría si empezaba a tomar cada día un poco menos, y se animó a prometerse que no compraría otra cuando al fin esa se vaciara. «Y lo mismo con todas las otras. Ya está. ¡Qué tanto lio!».
Puso la botella sobre la mesa, buscó un vaso y sirvió solo la mitad. Estuvo tentado de empezar por los tres cuartos, pero le pareció mucha trampa y él siempre había sido honesto. Después la guardó, mientras seguía intentando adivinar cuánto le duraría aquella botella fraccionada, como con nostalgia ya.
Poco después Estelita llegaba con las pastas. Vivía en la cuadra y la familia de don Luis le había pedido que se encargue de su comida para asegurarse de que comiera bien, porque a don Luis el alcohol no le faltaba, pero para cocinar era más atorrante que Pelusa. «¿Qué le dijo el doctor, don Luis? ¿Cómo anda?», «Estoy hecho un toro, Estelita, todo gracias a tu cocina», y se despidieron riendo.
Don Luis comió, se tomó con calma su medio vaso de vino —para que no se terminara pronto—, y después se sentó en el sillón a esperar la novela. Ya se imaginaba que la chica pobre iba a terminar siendo la verdadera heredera de la fortuna de los malos, pero lo entretenía. Pelusa, al escuchar el televisor, reaccionó y, con pereza, fue a ocupar su lugar en su regazo.


En los días siguientes, don Luis fue achicando más y más la medida del vino y de todo lo demás, hasta terminar tomando en uno de esos vasitos medidores de jarabe que rescató de un antibiótico que se le había vencido. Pero se daba cuenta que se engañaba solo, y de vez en cuando “le temblaba la mano” y le echaba demás. «Tengo que conseguir algo más chico», pensaba. Aunque era más fácil dejar de tomar de una vez, esquivaba la idea.
Revisó toda la casa. Primero pensó en usar la tapa de una gaseosa, pero era casi lo mismo que el vasito medidor. Después pensó en una cuchara, pero no le pareció digno, necesitaba algo que lo hiciera empinar el codo para tener la sensación de estar dando un trago. «Pelusa, podrías colaborar...». Pelusa, que movía histérico la cola y tenía las pupilas dilatadas, dio un salto y corrió a la habitación. Segundos después, don Luis escuchó que había tirado algo. «¡Gato atorrante! ¿Qué rompiste ahora?»
Abandonó su búsqueda para ir a ver en qué lio se había metido Pelusa, y al llegar a la habitación lo encontró peleando a muerte con un ovillo de lana azul que se había robado del viejo costurero de su ya fallecida ama. El suelo de la habitación estaba salpicado de botones, algunos rollos de cinta habían rodado hasta debajo de la cama y el alfiletero hacía equilibrio al borde de la cómoda. «¡Gato desgraciado!». Pelusa lo miró de reojo, y siguió peleando ferozmente con el ovillo de lana azul, sin miedo al castigo. Nunca había castigo.
Don Luis no podía agacharse, así que iba a tener que dejar todo como estaba hasta que viniera Clarita a hacer la limpieza. «Más te vale que no me tropiece ni me pinche con nada, gato endemoniado».


A la mañana siguiente, Clarita se arrastró por el suelo de la habitación para recuperar cada botón del costurero, y por las dudas que hubiera agujas. «Mire si se lastima y yo no estoy, don Luis», «Ay, Clarita, vos te preocupás más por mí que mis propios hijos. Si supiera que me das bolilla, te pido casamiento», «Shh, ¡chito!, no diga eso de doña Vanesa, que trabaja como una burra para pagarnos a mí y a Estelita. Y yo sé que lo quiere, si se le nota», «Tenés razón, Clarita, pero igual sigo queriendo casarme con vos», «¿Y a mi marido dónde lo metemos? ¿En la cama con nosotros?», «No, no, él que duerma con Pelusa en el living. Le presto el sillón si me lo desocupa para la hora de la novela».
Clarita juntó todo del suelo y ordenó el costurero. Después lavó el piso por las dudas, limpió el baño, la cocina, le pasó la gamuza a los muebles y se fue, diciéndole a don Luis que iba a pensar muy seriamente lo de la propuesta de matrimonio porque su casa era más linda que la suya.
Era sábado, así que no había novela. Don Luis se debatía entre buscar alguna película o dormir una siesta, y optó por lo segundo. Cuando se acostó, el aroma de las sábanas limpias lo abrazó y lo hizo sonreír. Entonces vio el costurero y tuvo una idea.
Se levantó y fue hasta él, «Tiene que estar acá», pensaba. Y en efecto, allí estaba: el dedal. «¡Perfecto!¡Maravilloso!¡Óptimo!¡Gracias, Pelusa!», exclamó, y así en pantuflas como estaba, fue hasta la cocina a ponerlo en el cajón de los cubiertos. Después volvió a la cama y cerró los ojos sonriendo, porque había encontrado la medida justa para su última semana de amistad con el alcohol.


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